Se llama lavabo o lavamanos al recipiente en el que se vierte el agua para el aseo personal. Fabricados originalmente en piedra, loza y porcelana, la moderna industria de saneamientos los produce en diversos tipos de cerámica, metal, vidrio, madera y otros componentes sólidos.
Los lavabos actuales llevan uno o dos grifos que conectados a la fontanería del edificio suministran agua fría y caliente. En su parte inferior tienen una válvula de desagüe, conectada al saneamiento por la que se evacua el agua usada.
En cuanto a su colocación, lo más habitual es encastrar los lavabos en la encimera de modo que ésta quede a la altura de su extremo superior. Sin embargo, también existen lavabos exentos, es decir, situados sobre la encimera u otros que se forman simplemente como prolongación de ésta constituyendo un solo mueble continuo.
Evolución del recipiente
Los primitivos lavabos dispuestos a modo de piletas fijas en las viviendas, con el complemento de un cántaro o alguna otra vasija contenedora de agua, están documentados arqueológica y literariamente en Cartago, la Antigua Grecia y la Antigua Roma.
En la Edad media europea, las iglesias y monasterios disponían de pilas de agua bendita y pilas de abluciones. Pero como pieza de mobiliario doméstico no se hallan con anterioridad al siglo XV. Los de este siglo y el siguiente en cuya fabricación destacó Venecia, consistían en un trípode más o menos adornado que sostenía un cerco de hierro o de madera, en el cual se colocaba el lebrillo o la jofaina.
Hasta la difusión de la instalación fija de fontanería, el primitivo lavabo era un mueble móvil, compuesto de jofaina (o palangana), colocada sobre un armazón de madera con patas, en la que se vertía agua con una jarra. Si la jofaina disponía de aliviadero (agujero en el fondo), concluido el lavado se quitaba el tapón de dicho orificio y el agua usada caía a otro recipiente situado en la parte inferior del mueble.